domingo, 6 de diciembre de 2009

Las despedidas

El tren se puso en marcha y muy despacio nos fuimos alejando hacia Madrid desde la estación de Castejón. Recuerdo a mis tías Conchita y Teresa agitando el brazo y sonriendo mientras se iban haciendo pequeñas y el paisaje se desdibujaba en la velocidad que íbamos cogiendo.

Recuerdo apenas los últimos días de los campamentos de verano. Las inocentes promesas de que volveríamos a vernos, el revuelo bajo las cinturas de los padres y la amenaza de los coches próximos a partir.

Mi casa de St. Gilles está ahora vacía. Los nuevos inquilinos, dos estudiantes francesas, trajeron todos sus muebles y a sus familias para reivindicar este suelo. Ahora se han ido a su país para pasar el verano. Como se encuentra la familia Simpsons la casa de la playa que Flanders les ha dejado cuando Lisa decide cambiar y consigue hacer amigos, mi apartamento está lleno de post-its con instrucciones para las tareas más básicas. Destaco dos por su contenido:

On a soif

(1 fois semaine)


Encontrada delante de las plantas.

On a faim

(chaque jour)


En la pecera.

Para instalar sin embargo el complejísimo dispositivo de belgacom no han dejado una miserable palabra.

Camille, la estudiante de cine francesa que hablaba inglés e italiano, fue la primera en marcharse. Era atenta y alegre, recuerdo que se pasó casi una tarde entera escuchando mis explicaciones sobre la historia de España y de Madrid. Que miramos incluso el google maps para que le enseñara las calles y rincones de mi ciudad emocionado. Que se reía siempre con mi pronunciación espantosa, que cantaba y hablaba sola desde el salón del apartamento. Ahora está en el hospital, intentando que le diagnostiquen una enfermedad extraña en los huesos.

Nunca me despedí de María Jesús. Era octubre en Madrid y los días grises cuando empecé el horario de mañana en la universidad. La línea estática del teléfono. Olvídate de mí. Nada, nada. Nunca. Contigo siempre me he preguntado por la diferencia entre el que es egoísta y quién simplemente no tiene nada que dar.



Ceno con Claire, Come y Jean Noell en la pizzería de debajo de casa la última noche. El apartamento está casi vacío y recién pintado. Los trastos de los tres años que llevan viviendo en la casa se acumulan en salón. Todos tienen manchas de pintura en la ropa y están destrozados de la semana de limpieza general. Jean Noell, el estudiante de sonido, regresa a Francia al día siguiente. Jean Noell con su imposible acento parisino y sus películas de Sergio Leone dos veces por semana. Claire y Come se van en dos semanas a Australia a viajar y a buscarse la vida y conocer el idioma y sus gentes. Gracias a Claire llegué a este piso, Claire, la chica belga que hablaba español por haber pasado su Erasmus en Valencia, la profesora de francés con quien discutía defendiendo el español por sus gerundios y su forma de hacer sentir cada palabra que se dice. Y Come, su novio, con su bata y desayunando formal en la terraza de la cocina a las ocho de la mañana. El que me salvó la vida de hecho cuando me quedé dormido en el sofá mientras la pizza se carbonizaba en el horno.

Era Agosto en Madrid y yo limpiaba los filtros de los aires acondicionados de una empresa de ingeniería en Tres Cantos. Era Cristina en bikini en una piscina perdida por las calles candentes de Delicias. La cerveza en el puestecito donde las mesas y sillas de plástico, donde accidentalmente se tocan las piernas y hay apenas una mirada. Era la terraza del bar de la esquina cuando la tarde cae azul y las gentes comienzan a salir después del agobiante calor que ha hecho durante el día. Las palabras que salen difíciles mientras se juega con los frutos secos intentando encontrar los kikos. Los tópicos que aprendimos en Al salir de clase para dejar a una persona, los segundos detenidos, los segundos rápidos y los adoquines grises de la acera cuando ya me estaba alejando y pensaba como un tipo duro, la cabra mecánica, qué te follen.

El turco sonriente de la tienda 24 horas de los chinos donde siempre compraba tabaco. El marroquí que me intentó secuestrar para que le pagara el retrovisor que rompí con la bicicleta. Los trabajadores sociales que escucharon mis veinte minutos de discurso en francés sobre los problemas con el alquiler para decirme luego que ahí solo trataban a familias desestructuradas y a alcóholicos. La place de Bethleen, las terrazas de la place de Bethleen, la pizzeria del italiano majete que contaba las historias de las fotografías mientras el cocineros sudaba frente al horno durante el verano. El grupo de chavales con su coche y su música medio árabe medio tecno que no me dejaba dormir. La sensación del exilio, los asturianos de la agrupación socialista de Bruselas. El español al que grité desde mi ventana para que se callara después de cuatro horas tocando borracho canciones de Fito. Davide, el italiano comprometido con todas las causas, el iraní ex-presidiario que nos contaba fascinado su viaje místico con el veneno del escorpión cuando hacía la mili en el desierto. Marc, Tijlus, Frederic, Nico, el cabrón de mi jefe, la señora Hyun, las tardes en Radio Alma pinchando a Victor Manuel, Planta catorce. Mi bicicleta. Páginas de Harry Potter en francés en el Parc de Bruxelles. Mi cumpleaños en Leuven, la tienda de videojuegos de Wavre. Elisa en el Cinq vingt trois, Elisa a pocos centímetros asustada por alguna escena de alguna película algún Domingo por la noche, la nota de buenos días que firmó con una cara sonriente. El salón de mi apartamento, la gente turbia del club minifoot, el día en que inundé dos pisos del edificio poniendo una lavadora, en el que me colé por error en una carrera de ciclismo, en el que acabamos en la comisaria cuando vinieron a visitarme mis amigos. La cortesía de los belgas, Foret de Soignes...

Con Mar dejé de hablar simplemente. A Yolanda le dije que podíamos seguir siendo amigos y seguir liándonos.

Voy terminando la cerveza Heineken que he comprado hace un rato en los chinos del barrio. Madrid se cubre de niebla y de gabardinas en invierno. Todo parece ir un poco más despacio. No sé si finalmente Davide habrá conseguido la bicicleta que dejé en el armario de las escaleras, si habrán tirado la cama que compré en el Ikea y que cargué por el metro con las manos y la espalda destrozadas. Camille y Jean Noelle habrán regresado al inicio del curso, con los días oscuros y la lluvia. No sé cómo le estará yendo a Cristina en Venecia, a Elisa en sus prácticas de la Comisión. Si será feliz el inglés de la clase de francés en Toulouse. O si conseguirán meter a Eslovenia en la Unión Europea finalmente. No sé cómo me hubiera ido en caso de aceptar las prácticas en Radio Alma y pasar unos meses más en Bruselas, en caso de aceptar la beca y haberme ido a Suiza todo este año. Madrid árido y melancólico, el frío que hace agachar las cabezas mientras el ruido de los coches entre el alumbrado nuevo de Navidad. La cerveza Mahou de los chinos atravesando aterido la calle del Desengaño.

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